EL SERMÓN DE LAS SIETE PALABRAS
EL SERMÓN DE LAS SIETE PALABRAS
SOBRE LAS SIETE PALABRAS PRONUNCIADAS POR CRISTO EN LA CRUZ
"De septem Verbis a Christo in cruce prolatis"
San Roberto Belarmino
LA PRIMERA PALABRA
PREFACIO
Obsérvenme, ahora, por cuarto año, preparándome para la muerte.
Habiéndome retirado de los negocios del mundo a un lugar de reposo, me
entrego a la meditación de las Sagradas Escrituras, y a escribir los
pensamientos que se me ocurren en mis meditaciones, para que si ya no
puedo ser de uso por la palabra de boca, o la composición de voluminosas
obras, pueda por lo menos ser útil a mis hermanos por medio de estos
piadosos librillos. Mientras reflexionaba entonces sobre cuál sería el
tema más elegible tanto para prepararme para la muerte como para asistir
a otros a vivir bien, se me ocurrió la Muerte de Nuestro Señor, junto
con el último sermón que el Redentor del mundo predicó desde la Cruz,
como desde un elevado púlpito, a la raza humana. Este sermón consiste de
siete cortas pero profundas sentencias, y en estas siete palabras está
contenido todo lo que Nuestro Señor manifestó cuando dijo: «Mirad que
subimos a Jerusalén, y se cumplirá todo lo que los Profetas escribieron
sobre el Hijo del Hombre»[1]. Todo lo que los Profetas predijeron sobre
Cristo puede ser reducido a cuatro títulos: sus sermones a la gente; su
oración al Padre; los grandes tormentos que soportó; y las sublimes y
admirables obras que realizó. Todo esto fue verificado de manera
admirable en la Vida de Cristo, pues Nuestro Señor no podía ser más
diligente al predicar al pueblo. Predicaba en el Templo, en las
sinagogas, en los campos, en los desiertos, en las casas, más aún,
predicaba incluso desde una embarcación a la gente que estaba en la
orilla. Era su costumbre pasar noches en oración a Dios, pues así dice
el Evangelista: «Y se pasó la noche en la oración de Dios»[2]. Sus
admirables obras al expulsar demonios, curar enfermos, multiplicar
panes, calmar tormentas, han de ser leídas en cada página de los
Evangelios[3]. Aún así, fueron muchas las injurias que fueron acumuladas
sobre Él, como respuesta al bien que había hecho. Consistían éstas no
sólo en palabras insolentes, sino también en apedrearlo[4] y
despeñarlo[5]. En una palabra, todas estas cosas verdaderamente se
consumaron en la Cruz. Su prédica desde la Cruz fue tan poderosa que
«toda la multitud se volvió golpeándose el pecho»[6], y no sólo los
corazones de los hombres, sino incluso las rocas fueron quebrantadas en
pedazos. Él oró en la Cruz, como dice el Apóstol, «con poderoso clamor y
lágrimas», siendo así «escuchado por su actitud reverente»[7]. Sufrió
tanto en la Cruz, en comparación con lo que había sufrido el resto de su
vida, que el sufrimiento parece pertenecer sólo a su Pasión.
Finalmente, nunca obró mayores signos y prodigios que cuando estando en
la Cruz parecía reducido a la más grande debilidad y flaqueza. Entonces
no sólo manifestó signos del cielo, los cuales los judíos habían pedido
hasta el fastidio, sino que un poco después manifestó el más grande de
todos los signos.
Pues luego de estar muerto y enterrado, se
levantó de entre los muertos por su propia fuerza, llamando a su Cuerpo a
la vida, incluso a una vida inmortal. Verdaderamente entonces podremos
decir que en la Cruz se consumó todo lo que estaba escrito por los
Profetas en relación al Hijo del Hombre.
Pero antes de empezar
a escribir sobre las palabras que Nuestro Señor manifestó desde la
Cruz, parece apropiado que deba decir algo de la Cruz misma, que fue el
Púlpito del Predicador, altar del Sacerdote Víctima, campo del
Combatiente, el taller del que obra maravillas. Los antiguos estaban de
acuerdo al decir que la Cruz estaba hecha de tres trozos de madera: uno
vertical, a lo largo del cual era puesto el cuerpo del crucificado; uno
horizontal, al que estaban sujetas las manos; y el tercero estaba unido a
la parte baja de la cruz, sobre el cual descansaban los pies del
acusado, pero sujetos por medio de clavos para impedir su movimiento.
Los antiguos Padres de la Iglesia concuerdan con esta opinión, como San
Justino[8] y San Ireneo[9]. Estos autores, más aún, indican claramente
que cada pie descansaba en la tabla, y no que un pie estaba puesto
encima del otro. Por tanto, se sigue que Cristo fue clavado a la Cruz
con cuatro clavos, y no tres, como muchos imaginan, quienes en las
pinturas representan a Cristo, Nuestro Señor, clavado a la Cruz con un
pie sobre el otro. Gregorio de Tours[10], claramente dice lo contrario, y
confirma su opinión apelando a antiguos grabados. Yo, por mi parte, he
visto en la Librería Real en París algunos manuscritos muy antiguos de
los Evangelios, los cuales contenían muchos grabados de Cristo
Crucificado y todos lo representaban con cuatro clavos.
San
Agustín[11] y San Gregorio de Niza[12] dicen que el madero vertical de
la Cruz se proyectaba un poco del madero vertical. Parecería que el
Apóstol insinúa lo mismo, pues en su Carta a los Efesios, San Pablo
escribe: «que podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y
la longitud, la altura y la profundidad»[13]. Eso es claramente una
descripción de la figura de la Cruz, que tenía cuatro extremos: anchura
en la parte horizontal, longitud en la parte vertical, altura en aquella
parte de la Cruz que sobresalía y se proyectaba de la parte horizontal,
y profundidad en la parte que estaba enterrada en la tierra. Nuestro
Señor no soportó los tormentos de la Cruz por casualidad, o contra su
voluntad, pues Él había escogido este tipo de muerte desde toda la
eternidad, como enseña San Agustín[14] por el testimonio del Apóstol:
«Jesús de Nazaret, que fue entregado según el determinado designio y
previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz
por manos de los impíos»[15]. Y así Cristo, desde el principio de su
prédica, dijo a Nicodemo: «Como Moisés levantó la serpiente en el
desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo
el que crea tenga por Él vida eterna»[16]. Muchas veces habló a sus
Apóstoles sobre su Cruz, alentándolos a imitarlo a Él: «Si alguno quiere
venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame»[17].
Sólo Nuestro Señor sabe la razón que lo indujo a escoger este tipo de
muerte. Los santos Padres, sin embargo, han pensado en algunas razones
místicas, y las han dejado para nosotros en sus escritos. San Ireneo, en
su trabajo al que nos hemos ya referido, dice que las palabras «Jesús
de Nazaret, Rey de los Judíos» fueron escritas sobre aquella parte de la
Cruz donde ambos brazos se encuentran, para darnos a entender que las
dos naciones, Judíos y Gentiles, que hasta aquel tiempo se habían
rechazado una a la otra, fueron luego unidas en un solo cuerpo bajo una
sola Cabeza: Cristo. San Gregorio de Niza, en su sermón sobre la
Resurrección, dice que la parte de la Cruz que miraba hacia el cielo
manifiesta que el cielo ha de ser abierto por la Cruz como por una
llave; que la parte que estaba enterrada en la tierra manifiesta que el
infierno fue despojado por Cristo cuando Él descendió ahí; y que los dos
brazos de la Cruz que se estiraban hacia el este y el oeste manifiestan
la regeneración del mundo entero por la Sangre de Cristo. San Jerónimo,
en la Epístola a los Efesios, San Agustín[18], en su Epístola a
Honorato, San Bernardo, en el quinto libro de su obra «Sobre la
Consideración», enseñan que el misterio principal de la Cruz fue
levemente tocado por el Apóstol en las palabras «cuál es la anchura y la
longitud, la altura y la profundidad»[19]. El significado primario de
estas palabras apunta a los atributos de Dios, la altura significa su
poder, la profundidad su sabiduría, la anchura su bondad, la longitud su
eternidad. Hacen referencia también a las virtudes de Cristo en su
Pasión: la anchura su caridad, la longitud su paciencia, la altura su
obediencia, la profundidad su humildad. Significan, más aún, las
virtudes que son necesarias para aquellos que son salvados a través de
Cristo. La profundidad de la Cruz significa la fe, la altura la
esperanza, la anchura la caridad, la longitud la perseverancia. De esto
sacamos que sólo la caridad, la reina de las virtudes, encuentra un
sitio en cualquier lugar, en Dios, en Cristo, y en nosotros. De las
otras virtudes, algunas son propias a Dios, otras a Cristo, y otras a
nosotros. En consecuencia, no es maravilloso que en sus últimas palabras
desde la Cruz, que ahora vamos a explicar, Cristo diese el primer lugar
a palabras de caridad.
Empezaremos por tanto explicando las
primeras tres palabras que fueron dichas por Cristo a la hora sexta,
antes que el sol fuera oscurecido y las tinieblas cubrieran la tierra.
Consideraremos luego este eclipse del sol, y finalmente llegaremos a la
explicación de todas las demás palabras de Nuestro Señor, que fueron
dichas alrededor de la hora nona[20], cuando la oscuridad estaba
desapareciendo y la Muerte de Cristo estaba a la mano.
LIBRO I
SOBRE LAS TRES PRIMERAS PALABRAS PRONUNCIADAS EN LA CRUZ
CAPÍTULO I
Explicación literal de la primera Palabra:
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»
Cristo Jesús, el Verbo del Padre Eterno, de quien el mismo Padre había
dicho «Escuchadle»[21], quien había dicho de sí mismo «Porque uno solo
es vuestro Maestro»[22], para realizar la tarea que había asumido, nunca
dejó de instruirnos. No solamente durante su vida, sino incluso en los
brazos de la muerte, desde el púlpito de la Cruz, nos predicó pocas
palabras, pero ardientes de amor, de suma utilidad y eficacia, y en todo
sentido dignas de ser grabadas en el corazón de todo cristiano, para
ser ahí preservadas, meditadas, y realizadas literalmente y en obra. Su
primera palabra es ésta: «Y dijo Jesús: Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen»[23]. Plegaria que, aun siendo nueva y nunca antes
escuchada, quiso el Espíritu Santo que sea predicha por el Profeta
Isaías en estas palabras: «e intercedió por los transgresores»[24]. Y
las peticiones de Nuestro Señor en la Cruz prueban cuán verdaderamente
habló el Apóstol San Pablo cuando dijo: «la Caridad no busca su
provecho»[25], pues de las siete palabras que habló nuestro Redentor,
tres fueron por el bien de los demás, tres por su propio bien, y una fue
común tanto para Él como para nosotros. Su atención, sin embargo, fue
primero para los demás. Pensó en sí mismo al final.
De las
tres primeras palabras que Él habló, la primera fue para sus enemigos,
la segunda para sus amigos, y la tercera para sus parientes. Ahora bien,
la razón por la cual oró, entonces, es que la primera demanda de la
caridad es socorrer a aquellos que están necesitados, y aquellos que
estaban más necesitados de socorro espiritual eran sus enemigos, y lo
que nosotros, discípulos de tan gran Maestro, necesitamos más es amar a
nuestros enemigos, virtud que sabemos muy difícil de obtener y que
raramente encontramos, mientras que el amor a nuestros amigos y
parientes es fácil y natural, crece con los años y muchas veces
predomina más de lo que debería. Por lo cual escribió el Evangelista «Y
dijo Jesús»[26]: donde la palabra «y» manifiesta el tiempo y la ocasión
de esta oración por sus enemigos, y pone en contraste las palabras del
Sufriente y las palabras de los verdugos, sus obras y las obras de
ellos, como si el Evangelista quisiera explicarse mejor de esta manera:
estaban crucificando al Señor, y en su misma presencia estaban
repartiendo su túnica entre ellos, se burlaban y lo difamaban como
embustero y mentiroso, mientras que Él, viendo lo que estaban haciendo,
escuchando lo que estaban diciendo, y sufriendo los más agudos dolores
en sus manos y pies, devolvió bien por mal, y oró: «Padre, perdónalos».
Lo llama «Padre», no Dios o Señor, porque quiso que Él ejerciese la
benignidad del Padre y no la severidad de un Juez, y como quiso Él
evitar la cólera de Dios, que sabía provocada por los enormes crímenes,
usa el tierno nombre de Padre. La palabra Padre parece contener en sí
misma este pedido: Yo, Tu Hijo, en medio de todos mis tormentos, los he
perdonado. Haz tú lo mismo, Padre Mío, extiende tu perdón a ellos.
Aunque no lo merecen, perdónalos por Mí, Tu Hijo. Acuérdate también que
eres su Padre, pues los has creado, haciéndolos a tu imagen y semejanza.
Muéstrales por tanto un amor de Padre, pues aunque son malos, son sin
embargo hijos tuyos.
«Perdona». Esta palabra contiene la
petición principal que el Hijo de Dios, como abogado de sus enemigos,
hace a su Padre. La palabra «perdona» puede referirse tanto al castigo
debido al crimen como al crimen mismo. Si está referido al castigo
debido al crimen, fue entonces la oración escuchada: pues ya que este
pecado de los judíos demandaba que su perpetradores sientan instantánea y
merecidamente la ira de Dios, siendo consumidos por fuego del cielo o
ahogados en un segundo diluvio, o exterminados por el hambre y la
espada, aun así, la aplicación de este castigo fue pospuesta por
cuarenta años, período durante el cual, si el pueblo judío hubiese hecho
penitencia, hubiesen sido salvados y su ciudad preservada, pero puesto
que no hicieron penitencia, Dios mandó contra ellos al ejército romano
que, durante el reino de Vespasiano, destruyó sus metrópolis, y parte de
hambruna durante el sitio, y parte por la espada durante el saqueo de
la ciudad, mató a una gran multitud de sus habitantes, mientras que los
sobrevivientes eran vendidos como esclavos y dispersados por el mundo.
Todas estas desgracias fueron predichas por Nuestro Señor en las
parábolas del viñador que contrató obreros para su viña, del rey que
hizo una boda para su hijo, de la higuera estéril, y más claramente,
cuando lloró por la ciudad el Domingo de Ramos. La oración de Nuestro
Señor fue también escuchada si es que hacía referencia al crimen de los
judíos, pues obtuvo para muchos la gracia de la compunción y la reforma
de la vida. Hubieron algunos que «volvieron golpeándose el pecho»[27].
Estuvo el centurión que dijo «verdaderamente éste era el Hijo de
Dios»[28]. Y hubo muchos que unas semanas después se convirtieron por la
prédica de los Apóstoles, y confesaron a Aquel que habían negado,
adoraron a Aquel que habían despreciado. Pero la razón por la cual la
gracia de la conversión no fue otorgada a todos es que la voluntad de
Cristo se conforma a la sabiduría y la voluntad de Dios, que San Lucas
manifiesta cuando nos dice en los Hechos de los Apóstoles: «Y creyeron
cuantos estaban destinados a una vida eterna»[29].
«[Perdona]Los». Esta palabra es aplicada a todos por cuyo perdón Cristo
oró. En primer lugar es aplicada a aquellos que realmente clavaron a
Cristo en la Cruz, y jugaron a la suerte sus vestiduras. Puede ser
también extendida a todos los que fueron causa de la Pasión de Nuestro
Señor: a Pilato que pronunció la sentencia; a las personas que gritaron
«crucifícalo, crucifícalo»[30]; a los sumos sacerdotes y escribas que
falsamente lo acusaron, y, para ir más lejos, al primer hombre y a toda
su descendencia que por sus pecados ocasionaron la muerte de Cristo. Y
así, desde su Cruz, Nuestro Señor oró por el perdón de todos sus
enemigos. Cada uno, sin embargo, se reconocerá a sí mismo entre los
enemigos de Cristo, de acuerdo a las palabras del Apóstol: «Cuando
éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su
Hijo»[31]. Por tanto, nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, hizo una
conmemoración para todos nosotros, incluso antes de nuestro nacimiento,
en aquel sacratísimo «Memento», si puedo así decirlo, que Él hizo en el
primer Sacrificio de la Misa que celebró en el altar de la Cruz. ¿Qué
retribución, oh alma mía, harás al Señor por todo lo que ha hecho por
ti, aún antes de que seas? Nuestro amado Señor vio que tú también algún
día estarías en las filas con sus enemigos, y aunque no lo pediste, ni
lo buscaste, Él oró por ti a su Padre, para que no cargue sobre ti la
falta cometida por ignorancia. ¿No te importa por tanto tener en cuenta a
tan dulce Patrón, y hacer todo esfuerzo por servirle fielmente en todo?
¿No es justo que con tal ejemplo delante tuyo aprendas no sólo a
perdonar a tus enemigos con facilidad, y orar por ellos, sino incluso a
atraer a cuantos puedas para hacer lo mismo? Es justo, y esto deseo y
tengo el propósito de hacer, con la condición de que Aquel que me ha
dado tan brillante ejemplo me dé también en su bondad la ayuda
suficiente para realizar tan grande obra.
Pues no saben lo que
hacen. Para que su oración sea razonable, Cristo se disminuye, o más
aún da la excusa que pueda por los pecados de sus enemigos. Él
ciertamente no podía excusar la injusticia de Pilato, o la crueldad de
los soldados, o la ingratitud de la gente, o el falso testimonio de
aquellos que perjuraron. Entonces no quedó para Él más que excusar su
falta alegando ignorancia. Pues con verdad el Apóstol observa: «pues de
haberla conocido, no hubieran crucificado al Señor de la Gloria»[32]. Ni
Pilato, ni los sumos sacerdotes, ni el pueblo sabían que Cristo era el
Señor de la Gloria. Aun así, Pilato lo sabía un hombre justo y santo,
que había sido entregado por la envidia de los sumos sacerdotes, y los
sumos sacerdotes sabían que Él era el Cristo prometido, como enseña
Santo Tomás, porque no podían --ni lo hicieron-- negar que había obrado
muchos de los milagros que los profetas habían predicho que el Mesías
obraría. En fin, la gente sabía que Cristo había sido condenado
injustamente, pues Pilato públicamente les había dicho: «No encuentro en
este hombre culpa alguna»[33], e «Inocente soy de la sangre de este
hombre justo»[34].
Pero aunque los judíos, tanto el pueblo
como los sacerdotes, no sabían el hecho de que Cristo era Señor de la
Gloria, aun así, no habrían permanecido en este estado de ignorancia si
su malicia no los hubiera cegado. De acuerdo a las palabras de San Juan:
«Aunque había realizado tan grandes señales delante de ellos, no creían
en Él, porque había dicho Isaías: Ha cegado sus ojos, ha endurecido su
corazón, para que no vean con los ojos, ni comprendan con su corazón, ni
se conviertan, ni yo los sane»[35]. La ceguera no es excusa para un
hombre ciego, porque es voluntaria, acompañando, no precediendo, el mal
que hace. De la misma manera, aquellos que pecan en la malicia de sus
corazones siempre pueden alegar ignorancia, lo que no es sin embargo una
excusa para su pecado pues no lo precede sino que lo acompaña. Por lo
que el Hombre Sabio dice: «Yerran los que obran iniquidad»[36]. El
filósofo de igual modo proclama con verdad que todo el que hace mal es
ignorante de lo que hace, y por consiguiente se puede decir de los
pecadores en general: «No saben lo que hacen». Pues nadie puede desear
aquello que es malo en base a su maldad, porque la voluntad del hombre
no tiende hacia el mal tanto como hacia el bien, sino sólo a lo que es
bueno, y por esta razón aquellos que eligen lo que es malo lo hacen
porque el objeto les es presentado bajo apariencia de bien, y así puede
entonces ser elegido. Esto es resultado del desasosiego de la parte
inferior del alma que ciega la razón y la hace incapaz de distinguir
nada sino lo que es bueno en el objeto que busca. Así, el hombre que
comete adulterio o es culpable de robo realiza estos crímenes porque
mira sólo el placer o la ganancia que puede obtener, y no lo haría si
sus pasiones no lo cegaran hasta lo la vergonzosa infamia de lo primero y
la injusticia de lo segundo. Por tanto, un pecador es similar a un
hombre que desea lanzarse a un río desde un lugar elevado. Primero
cierra sus ojos y luego se lanza de cabeza, así aquel que hace un acto
de maldad odia la luz, y obra bajo una voluntaria ignorancia que no lo
exculpa, porque es voluntaria. Pero si una voluntaria ignorancia no
exculpa al pecador, ¿por qué entonces Nuestro Señor oró: «Perdónalos
porque no saben lo que hacen»? A esto respondo que la interpretación más
directa a ser hecha de las palabras de Nuestro Señor es que fueron
dichas para sus verdugos, que probablemente ignoraban completamente no
sólo la Divinidad del Señor, sino incluso su inocencia, y simplemente
realizaron la labor del verdugo. Para aquellos, por tanto, dijo en
verdad el Señor: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».
Una vez más, si la oración de Nuestro Señor ha de ser interpretada como
aplicable a nosotros mismos, que no habíamos aún nacido, o a aquella
multitud de pecadores que eran sus contemporáneos, pero que no tenían
conocimiento de lo que estaba sucediendo en Jerusalén, entonces dijo con
mucha verdad el Señor: «No saben lo que hacen». Finalmente, si Él se
dirigió al Padre en nombre de todos los que estaban presentes, y sabían
que Cristo era el Mesías y un hombre inocente, entonces debemos confesar
la caridad de Cristo que es tal que desea paliar lo más posible el
pecado de sus enemigos. Si la ignorancia no puede justificar una falta,
puede sin embargo servir como excusa parcial, y el deicidio de los
judíos habría tenido un carácter más atroz de haber conocido la
naturaleza de su Víctima. Aunque Nuestro Señor era consciente de que
esto no era una excusa sino más bien una sombra de excusa, la presentó
con insistencia, en realidad, para mostrarnos cuánta bondad siente hacia
el pecador, y con cuánto deseo hubiese Él usado una mejor defensa,
incluso para Caifás y Pilato, si una mejor y más razonable apología se
hubiese presentado.
CAPÍTULO II
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la primera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Habiendo dado el significado literal de la primera palabra dicha por
Nuestro Señor en la Cruz, nuestra próxima tarea será esforzarnos por
recoger algunos de sus frutos más preferibles y ventajosos. Lo que más
nos impacta en la primera parte del sermón de Cristo en la Cruz es su
ardiente caridad, que arde con fulgor más brillante que el que podamos
conocer o imaginar, de acuerdo a lo que escribió San Pablo a los
Efesios: «Y conocer la caridad de Cristo que excede todo
conocimiento»[37]. Pues en este pasaje el Apóstol nos informa por el
misterio de la Cruz cómo la caridad de Cristo sobrepasa nuestro
entendimiento, ya que se extiende más allá de la capacidad de nuestro
limitado intelecto. Pues cuando sufrimos cualquier dolor fuerte, como
por ejemplo un dolor de dientes, o un dolor de cabeza, o un dolor en los
ojos, o en cualquier otro miembro de nuestro cuerpo, nuestra mente está
tan atada a esto como para ser incapaz de cualquier esfuerzo. Entonces
no estamos de humor ni para recibir a nuestros amigos ni para continuar
con el trabajo. Pero cuando Cristo fue clavado en la Cruz, usó su
diadema de espinas, como está claramente manifestado en las escrituras
de los antiguos Padres; por Tertuliano entre los Padres Latinos, en su
libro contra los judíos, y por Orígenes, entre los Padres griegos, en su
obra sobre San Mateo; y por tanto se sigue que Él no podía ni mover su
cabeza hacia atrás ni moverla de lado a lado sin dolor adicional. Toscos
clavos ataban sus manos y pies, y por la manera en que desgarraban su
carne, ocasionaban un doloroso y largo tormento. Su cuerpo estaba
desnudo, desgastado por el cruel flagelo y los trajines del ir y venir,
expuesto ignominiosamente a la vista de los vulgares, agrandando por su
peso las heridas en sus pies y manos, en una bárbara y continua agonía.
Todas estas cosas combinadas fueron origen de mucho sufrimiento, como si
fueran otras tantas cruces. Sin embargo, oh caridad, verdaderamente
sobrepasando nuestro entendimiento, Él no pensó en sus tormentos, como
si no estuviera sufriendo, sino que solícito sólo para la salvación de
sus enemigos, y deseando cubrir la pena de sus crímenes, clamó
fuertemente a su Padre: «Padre, perdónalos». ¿Qué hubiese hecho Él si
estos infelices fuesen las víctimas de una persecución injusta, o
hubiesen sido sus amigos, sus parientes, o sus hijos, y no sus enemigos,
sus traidores y parricidas? Verdaderamente, ¡Oh benignísimo Jesús! Tu
caridad sobrepasa nuestro entendimiento. Observo tu corazón en medio de
tal tormenta de injurias y sufrimientos, como una roca en medio del
océano que permanece inmutable y pacífica, aunque el oleaje se estrelle
furiosamente contra ella. Pues ves que tus enemigos no están satisfechos
con infligir heridas mortales sobre Tu cuerpo, sino que deben burlarse
de tu paciencia, y aullar triunfalmente con el maltrato. Los miras, digo
yo, no como un enemigo que mide a su adversario, sino como un Padre que
trata a sus errantes hijos, como un doctor que escucha los desvaríos de
un paciente que delira. Por lo que Tú no estás molesto con ellos, sino
los compadeces, y los confías al cuidado de Tu Padre Todopoderoso, para
que Él los cure y los haga enteros. Este es el efecto de la verdadera
caridad, estar en buenos términos con todos los hombres, considerando a
ninguno como tu enemigo, y viviendo pacíficamente con aquellos que odian
la paz.
Esto es lo que es cantado en el Cántico del amor
sobre la virtud de la perfecta caridad: «Grandes aguas no pueden apagar
el amor, ni los ríos anegarlo»[38]. Las grandes aguas son los muchos
sufrimientos que nuestras miserias espirituales, como tormentas del
infierno, cargan sobre Cristo a través de los Judíos y los Gentiles,
quienes representaban las pasiones oscuras de nuestro corazón. Aún así,
esta inundación de aguas, es decir de dolores, no puede extinguir el
fuego de la caridad que ardió en el pecho de Cristo. Por eso, la caridad
de Cristo fue más grande que este desborde de grandes aguas, y
resplandeció brillantemente en su oración: «Padre, perdónalos». Y no
sólo fueron estas grandes aguas incapaces de extinguir la caridad de
Cristo, sino que ni siquiera luego de años pudieron las tormentas de la
persecución sobrepasar la caridad de los miembros de Cristo. Así, la
caridad de Cristo, que poseyó el corazón de San Esteban, no podía ser
aplastada por las piedras con las cuales fue martirizado. Estaba viva
entonces, y él oró: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado»[39]. En
fin, la perfecta e invencible caridad de Cristo que ha sido propagada
en los corazones de mártires y confesores, ha combatido tan tercamente
los ataques de perseguidores, visibles e invisibles, que puede decirse
con verdad incluso hasta el fin del mundo, que un mar de sufrimiento no
podrá extinguir la llama de la caridad.
Pero de la
consideración de la Humanidad de Cristo ascendamos a la consideración de
Su Divinidad. Grande fue la caridad de Cristo como hombre hacia sus
verdugos, pero mayor fue la caridad de Cristo como Dios, y del Padre, y
del Espíritu Santo, en el día último, hacia toda la humanidad, que había
sido culpable de actos de enemistad hacia su Creador, y, de haber sido
capaces, lo hubiesen expulsado del cielo, clavado a una cruz, y
asesinado. ¿Quién puede concebir la caridad que Dios tiene hacia tan
ingratas y malvadas criaturas? Dios no guardó a los ángeles cuando
pecaron, ni les dio tiempo para arrepentirse, sin embargo con frecuencia
soporta pacientemente al hombre pecador, a blasfemos, y a aquellos que
se enrolan bajo el estandarte del demonio, Su enemigo, y no sólo los
soporta, sino que también los alimenta y cría, incluso hasta los alienta
y sostiene, pues «en Él vivimos, nos movemos y existimos»[40], como
dice el Apóstol. Ni tampoco preserva solo al justo y bueno, sino
igualmente al hombre ingrato y malvado, como Nuestro Señor nos dice en
el Evangelio de San Lucas. Ni tampoco nuestro Buen Señor meramente
alimenta y cría, alienta y sostiene a sus enemigos, sino que
frecuentemente acumula sus favores sobre ellos, dándoles talentos,
haciéndolos honorables, y los eleva a tronos temporales, mientras que Él
aguarda pacientemente su regreso de la senda de la iniquidad y
perdición.
Y para sobrepasar varias de las características de
la caridad que Dios siente hacia los hombres malvados, los enemigos de
su Divina Majestad, cada uno de los cuales requeriría un volumen si
tratáramos singularmente con cada uno, nos limitaremos ahora a aquella
singular bondad de Cristo de la que estamos tratando. ¿«Pues amó Dios
tanto al mundo que dio su único hijo»?[41]. El mundo es el enemigo de
Dios, pues «el mundo entero yace en poder del maligno»[42], como nos
dice San Juan. Y «si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en
él»[43], como vuelve a decir en otro lugar. Santiago escribe:
«Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en
enemigo de Dios» y «la amistad con el mundo es enemistad con Dios»[44].
Dios, por tanto, al amar este mundo, muestra su amor a su enemigo con la
intención de hacerlo amigo suyo. Para este propósito ha enviado a su
Hijo, «Príncipe de la Paz»[45], para que por medio suyo el mundo pueda
ser reconciliado con Dios. Por eso al nacer Cristo los ángeles cantaron:
Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz»[46]. Así ha amado
Dios al mundo, su enemigo, y ha tomado el primer paso hacia la paz,
dando a su Hijo, quien puede traer la reconciliación sufriendo la pena
debida a su enemigo. El mundo no recibió a Cristo, incrementó su culpa,
se rebeló frente al único Mediador, y Dios inspiró a este Mediador
devolver bien por mal orando por sus perseguidores. Oró y «fue escuchado
por su reverencia»[47]. Dios esperó pacientemente qué progreso harían
los Apóstoles por su prédica en la conversión del mundo. Aquellos que
hicieron penitencia recibieron el perdón. Aquellos que no se
arrepintieron luego de tan paciente tolerancia fueron exterminados por
el juicio final de Dios. Por tanto, de esta primera palabra de Cristo
aprendemos en verdad que la caridad de Dios Padre, que «tanto amó al
mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no
perezca sino que tenga vida eterna»[48], sobrepasa todo conocimiento.
CAPÍTULO III
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la primera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Si los hombres aprendiesen a perdonar las injurias que reciben sin
murmurar, y así forzar a sus enemigos a convertirse en sus amigos,
aprenderíamos una segunda y muy saludable lección al meditar la primera
palabra. El ejemplo de Cristo y la Santísima Trinidad han de ser un
poderoso argumento para persuadirnos en esto. Pues si Cristo perdonó y
oró por sus verdugos, ¿qué razón puede ser alegada para que un cristiano
no actúe de igual modo con sus enemigos? Si Dios, nuestro Creador, el
Señor y Juez de todos los hombres, quien tiene en su poder el tomar
venganza inmediata sobre el pecador, espera su regreso al
arrepentimiento, y lo invita a la paz y la reconciliación con la promesa
de perdonar sus traiciones a la Divina Majestad, ¿por qué una creatura
no podría imitar esta conducta, especialmente si recordamos que el
perdón de una ofensa obtiene una gran recompensa? Leemos en la historia
de San Engelberto, Arzobispo de Colonia, asesinado por algunos enemigos
que lo estaban esperando, que en el momento de su muerte oró por ellos
con las palabras de Nuestro Señor, «Padre, perdónalos», y fue revelado
que esta acción fue tan agradable a Dios, que su alma fue llevada al
cielo por manos de los ángeles, y puesta en medio del coro de los
mártires, donde recibió la corona y la palma del martirio, y su tumba
fue hecha famosa por el obrar de muchos milagros.
Oh, si los
cristianos aprendiesen cuán fácilmente pueden, si quieren, adquirir
tesoros inagotables, y obtener notables grados de honor y gloria al
ganar el señorío sobre las varias agitaciones de sus almas, y
despreciando magnánimamente los pequeños y triviales insultos,
ciertamente no serían tan duros de corazón y obstinadamente en contra
del indulto y el perdón. Argumentan que actuarían en contra de la
naturaleza si se permitiesen ser injustamente rechazados con desprecio o
ultrajados de obra o palabra. Si los animales salvajes, que meramente
siguen el instinto natural, atacan salvajemente a sus enemigos en el
momento que los ven, matándolos con sus garras o dientes, así nosotros, a
la vista de nuestro enemigo, sentimos que nuestra sangre empieza a
hervir, y nuestro deseo de venganza aflora. Tal razonamiento es falso.
No hace la distinción entre la defensa propia, que es válida, y el
espíritu de venganza, que es inválido.
Nadie puede hallar
falta en un hombre que se defiende por una causa justa, y la naturaleza
nos enseña rechazar la fuerza con la fuerza, pero no nos enseña a tomar
venganza nosotros mismos por una injuria que hayamos recibido.
Nadie nos impide tomar las precauciones necesarias para prepararnos
para un ataque, pero la ley de Dios nos prohibe ser vengativos. El
castigar una injusticia pertenece no al individuo privado, sino al
magistrado público, y porque Dios es el Rey de reyes, por eso Él clama y
dice: «Mía es la venganza, yo daré el pago merecido»[49].
En
cuanto al argumento de que un animal es arrastrado por su propia
naturaleza para atacar al animal que es enemigo de su especie, respondo
que esto es el resultado de ser animales irracionales, que no pueden
distinguir entre la naturaleza y lo que es vicioso en la naturaleza.
Pero los hombres, dotados de razón, han de trazar una línea entre la
naturaleza o la persona que ha sido creadas por Dios y es buena, y el
vicio o el pecado que es malo y no procede de Dios. De la misma manera,
cuando un hombre ha sido insultado, él ha de amar a la persona de su
enemigo y odiar el insulto, y debe más aún compadecerse de él que
molestarse con él, así como un doctor ama a sus pacientes y prescribe
para ellos con el necesario cuidado, pero odia la enfermedad y lucha con
todos los recursos a sus disposición para alejarla, destruirla y
hacerla inofensiva. Y esto es lo que el Maestro y Doctor de nuestras
almas, Cristo nuestro Señor, enseña cuando dice: «Amad a vuestros
enemigos, haced bien a aquellos que os odian, y rogad por los que os
persiguen y calumnian»[50]. Cristo nuestro Maestro no es como los
Escribas y Fariseos que se sentaban en la silla de Moisés y enseñaban,
pero no llevaban su enseñanza a la práctica. Cuando ascendió al púlpito
de la Cruz, Él practicó lo que enseñó, al orar por los enemigos que
amaba: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Ahora, la
razón por la que la vista de un enemigo hace que en algunas personas la
sangre hierva en las mismas venas es esta: que son animales que no han
aprendido a tener las mociones de la parte inferior del alma, común
tanto a la raza humana como a la creación salvaje, bajo el dominio de la
razón, mientras que los hombres espirituales no son sujetos a estos
movimientos de la carne, pero saben como mantenerlas controlados, no se
molestan con aquellos que los han injuriado, sino que, por el contrario,
se compadecen, y al mostrarles actos de bondad se esfuerzan por
llevarlos a la paz y unidad.
Se objeta que esto es una prueba
demasiado difícil y severa para hombres de noble nacimiento, que han de
ser diligentes por su honor. No es así sin embargo. La tarea es fácil,
pues, como atestigua el Evangelista; «el yugo» de Cristo, que ha dado
esta ley para la guía de sus seguidores, «es suave, y su carga
ligera»[51]; y sus «mandamientos no son pesados»[52], como afirma San
Juan. Y si parecen difíciles y severos, parecen así por el poco o nada
amor que tenemos por Dios, pues nada es difícil para aquel que ama, de
acuerdo a lo dicho por el Apóstol: «la caridad es paciente, es
servicial, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo
soporta»[53]. Ni es Cristo el único que ha amado a sus enemigos, aunque
en la perfección con la que practicó la virtud ha sobrepasado a todos
los demás, pues al Santo Patriarca José amó con amor especial a sus
hermanos que lo habían vendido a la esclavitud. Y en la Sagrada
Escritura leemos cómo David con mucha paciencia sobrellevó las
persecuciones de su enemigo Saúl, quien por largo tiempo buscó su
muerte, y cuando estuvo en las manos de David quitarle la vida a Saúl,
no lo mató. Y bajo la ley de la gracia el proto-mártir, San Esteban,
imitó el ejemplo de Cristo al hacer esta oración mientras era apedreado a
muerte: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado»[54]. Y Santiago
Apóstol, Obispo de Jerusalén, que fue arrojado de cabeza desde la
cornisa del Templo, clamó al cielo en el momento de su muerte: «Señor,
perdónalos, porque no saben lo que hacen». Y San Pablo escribe de sí
mismo y de sus compañeros apóstoles: «Nos insultan y bendecimos, nos
persiguen y lo soportamos, nos difaman y respondemos con bondad»[55]. En
fin, muchos mártires e innumerables otros, luego del ejemplo de Cristo,
no han encontrado ninguna dificultad en cumplir este mandamiento. Pero
pueden haber algunos que continuaran argumentando: no niego que debemos
perdonar a nuestros enemigos, pero escogeré el tiempo que desee para
hacerlo, cuando en realidad haya casi olvidado la injusticia que me ha
sido hecha, y me haya calmado luego de haber pasado el primer arrebato
de indignación. Pero cuáles serán los pensamientos de estas personas si
durante este tiempo fuesen llamado a dar su cuenta final, y fuesen
encontrados sin el traje de la caridad, y fuesen preguntados: «¿Cómo has
entrado aquí sin traje de boda?»[56]. No estarían acaso aturdidos de
asombro mientras Nuestro Señor pronuncia la sentencia sobre ellos:
«Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de fuera; allí será
el llanto y el rechinar de dientes»[57]. Actúa mejor con prudencia
ahora, e imita la conducta de Cristo, quien oró a su Padre «Padre,
perdónalos» en el momento cuando era objeto de sus burlas, cuando la
sangre le chorreaba gota a gota de sus manos y pies, y su cuerpo entero
era presa de dolorosas torturas. El es el verdadero y único Maestro, a
cuya voz todos deben escuchar quienes no serán guiados al error: a Él se
refirió el Padre Eterno cuando una voz fue escuchada del cielo
diciendo: «Escuchadle»[58]. En Él están «todos los tesoros de la
sabiduría y del conocimiento» de Dios[59]. Si pudieras preguntar la
opinión de Salomón en cualquier punto, podrías con seguridad haber
seguido su consejo, pero «aquí hay algo más que Salomón»[60].
Aún sigo escuchando más objeciones. Si decidimos devolver bien por mal,
la bondad por el insulto, una bendición por una maldición, los malvados
se harán insolentes, los canallas se harán más aplomados, los justo
serán oprimidos, y la virtud será pisoteada bajo sus pies. Este
resultado no se dará, pues a menudo, como dice el Hombre Sabio, «Una
respuesta suave calma el furor»[61]. Además, la paciencia de un hombre
justo no pocas veces llena de admiración a su opresor, y lo persuade de
ofrecer la mano de la amistad. Más aún, olvidamos que el Estado nombra
magistrados, reyes y príncipes, cuyo deber es hacer que los malvados
sientan la severidad de la ley, y proveer medios para que los hombres
honestos vivan una vida tranquila y pacífica. Y si en algunos casos la
justicia humana es tardía, la Providencia de Dios, que nunca permite que
un acto malévolo pase sin castigo o un acto bueno sin recompensa, está
continuamente observándonos, y está cuidando de una manera imprevista
que las ocurrencias con las cuales los malvados creen que los
aplastarán, conducirá a la exaltación y el honor de los virtuosos. Por
lo menos así lo dice San León: «Has estado furioso, oh perseguidor de la
Iglesia de Dios, has estado furioso con el mártir, y has aumentado su
gloria al incrementar su dolor. Pues ¿qué ha ideado tu ingenuidad que se
haya vuelto para su honor, cuando incluso los mismo instrumentos de su
tortura han sido tomados en triunfo?». Lo mismo debe ser dicho de todos
los mártires, así como los santos de la antigua ley. ¿Pues qué trajo más
renombre y gloria al patriarca José que la persecución de sus hermanos?
El haberlo vendido por envidia a los ismaelitas fue la ocasión de que
se convirtiera en señor de todo Egipto y príncipe de todos sus hermanos.
Pero omitiendo estas consideraciones, pasaremos revista a los
muchos y grandes inconveniencias que sufren aquellos hombres que, para
escapar meramente de una sombra de deshonra frente a los hombres, están
obstinadamente determinados a tomar su venganza sobre aquellos que les
han hecho cualquier mal. En primer lugar, hacen la parte de tontos al
preferir un mayor mal que uno menor. Pues es un principio aceptado en
todo lugar, y declarado a nosotros por el Apóstol en estas palabras: «no
hagamos el mal para que venga el bien»[62]. Se sigue que en
consecuencia un mayor mal no ha de ser cometido para poder obtener
alguna compensación por uno menor. Aquel que recibe la injuria recibe lo
que es llamado el mal de la injuria: aquel que se venga de una injuria
es culpable de lo que es llamado el mal del crimen. Ahora bien, sin
duda, la desgracia de cometer un crimen es mayor que la desgracia de
tener que soportar la injuria, pues aunque la ofensa puede hacer a un
hombre miserable, no necesariamente lo hace malo. Un crimen, sin
embargo, lo hace tanto miserable y malvado. La injuria priva al hombre
del bien temporal, un crimen lo priva tanto del bien temporal y eterno.
Así, un hombre que remedia el mal de una injuria cometiendo un crimen es
como un hombre que se corta una parte de sus pies para que le entren un
par de zapatos más pequeños, lo cual sería un completo acto de locura.
Nadie es culpable de tal insensatez en sus preocupaciones temporales,
pero sin embargo hay algunos hombres tan ciegos a sus intereses reales
que no temen ofender mortalmente a Dios para poder escapar aquello que
tiene la apariencia de desgracia, y mantienen un honorable semblante a
los ojos de los hombres. Pues ellos caen bajo el desagrado y la ira de
Dios, y a menos que se corrijan a tiempo y hagan penitencia, tendrán que
soportar la desgracia y el tormento eternos, y perderán el interminable
honor de ser ciudadanos del cielo. Añádase a esto que realizan un acto
de lo más agradable para el diablo y sus ángeles, que urgen a este
hombre a hacer una cosa injusta a aquel hombre con el propósito de
sembrar la discordia y la enemistad en el mundo. Y cada uno debe
reflexionar con calma cuán desgraciado es agradar al enemigo más fiero
de la raza humana, y desagradar a Cristo. Además, ocasionalmente sucede
que el hombre injuriado que anhela venganza hiere mortalmente a su
enemigo y lo mata, por lo que es ignominiosamente ejecutado por
asesinato, y toda su propiedad es confiscada por el Estado, o por lo
menos es forzado al exilio, y tanto él como su familia viven una
miserable existencia. Así es como el diablo juega y se burla de aquellos
que escogen aprisionarse con las ataduras del falso honor, más que
hacerse siervos y amigos de Cristo, el mejor de los Reyes, y ser
reconocidos como herederos del reino más vasto y más durable. Por lo
tanto, puesto que el hombre insensato, a pesar del mandamiento de
Cristo, se niega a reconciliarse con sus enemigos, se expone al desastre
total, todos los que son sabios escucharán la doctrina que Cristo, el
Señor de todo, nos ha enseñado en el Evangelio con sus palabras, y en la
Cruz con sus obras.
............................
1 Lc 18,31.
2 Lc 6,12.
3 Mt 8; Mc 4; Lc 6; Jn 6.
4 Jn 8.
5 Lc 4.
6 Lc 23,48.
7 Hb 5,7.
8 En "Dial. cum Thyphon," lib. v.
9 "Advers. haeres. Valent."
10 "Lib. de Gloria Martyr." c. vi.
11 Epist i.
12 Serm. i "De Ressur."
13 Ef 3,18.
14 Epist. 120.
15 Hch 2,23.
16 Jn 3,14-15.
17 Mt 16,24.
18 Epist. 120.
19 Ef 3,18.
20 Mt 27.
21 Mt 17,5.
22 Mt 23,10.
23 Lc 23,34.
24 Is 53,12.
25 1Cor 13,5.
26 Lc 23,34.
27 Lc 23,48.
28 Mt 27,54.
29 Hch 13,48.
30 Mt 27,22.
31 Rom 5,10.
32 1Cor 2,8.
33 Lc 23,14.
34 Mt 27,24.
35 Jn 12,37-40.
36 Prov 4,22.
37 Ef 3,19.
38 Cant 8,7.
39 Hch 7,59.
40 Hch 17,28.
41 Jn 3,16.
42 1Jn 5,19.
43 1Jn 2,I5.
44 Stgo 4,4.
45 Is 2,6.
46 Lc 2,14.
47 Hb 5,7.
48 Jn 3,16.
49 Rom 12,19.
50 Mt 5,44.
51 Mt 11,39.
52 1Jn 5,3.
53 1Cor 13,4-7.
54 Hch 7,59.
55 1Cor 4,12.13.
56 Mt 12,12.
57 Mt 21,13.
58 Mt 17,5.
59 Col 2,3.
60 Mt 12,42.
61 Prov 15,1.
62 Rom 3,8.
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