miércoles, 4 de enero de 2012

El arte de perdonar. El proceso del perdón.

El arte de perdonar
Décimo envío
P. Juan Manuel Martín-Moreno

Capítulo 10
El proceso del perdón

Citábamos al prior de Taizé cuando nos invitaba a <<aventurarnos>> por el camino de la reconciliación y el perdón. El perdón es una aventura y un largo camino que se debe recorrer. Tanto más cuanto más viejas y ancladas están las ofensas en el pasado. Contra lo que suele pensarse, el tiempo no necesariamente es un factor que ayuda a perdonar. Son las heridas viejas, las que ya se han ulcerado, las que resultan más difíciles de curar.
Para todos cuantos quieren aventurarse por este camino del perdón trazaré aquí un sencillo mapa de ruta en el que muestro las etapas principales del viaje.
Primera etapa
El primer paso que debe darse parece obvio. Se trata simplemente de reconocer que nos han ofendido, que estamos heridos por el comportamiento de la otra persona. En muchas ocasiones reprimimos la conciencia de la ofensa, quizá porque no somos capaces de enfrentarnos con ella y no nos queremos reconocer a nosotros mismos que estamos heridos.
El motivo de no reconocerlo es que tenemos miedo a que sufra nuestra imagen. A mí me gustaría ser una persona serena, fuerte, templada, ecuánime, y no como esos otros seres que conozco, suspicaces, resentidos, débiles, vulnerables. Reconocer que me han herido es simultáneamente reconocer mi vulnerabilidad. Admitir que me han lastimado es al mismo tiempo admitir que no he sabido impedir la ofensa, que quizás mis expectativas hacia la otra persona fueron ingenuas, que me dejé engañar, que fui cobarde para reaccionar a tiempo. <<Hay quienes son incapaces de perdonar a otros porque no se deciden a perdonarse a sí mismos el haber permitido que otros les causasen daño… El suceso ofensivo es un daño narcisista del que lo sufrió. La imperfección del yo ya quedado al descubierto no sólo ante los demás, sino ante el mismo ofendido>>1.
Por eso me resulta más cómodo no reconocer que me han ofendido y reprimo la conciencia de la ofensa. Quizá puedo tener miedo de que al explicitar mis reproches no resulten demasiado convincentes y prefiero dejar las cosas como están. Perduran sentimientos negativos contra la persona del ofensor, pero no quiero formular explícitamente mis reproches, ni quiero relacionar mis indudables sentimientos negativos con la ofensa que el otro me causó.
Por eso hay que empezar reconociendo que, con razón o sin ella, estás herido. Reconoce que has sido vulnerable. Explicita tus reproches contra la otra persona. Formúlalos en voz alta y a ser posible por escrito. Trata de objetivar, trata de verbalizar ese torrente turbio de tu propia subjetividad. Enumera cuáles han sido tus expectativas frustradas, las confianzas traicionadas, las generosidades mal correspondidas.
Para limpiar la herida, a veces hay que hurgar en ella. <<Paso importante en el proceso del perdón es recordar con cierto detalle la experiencia del daño sufrido y la respuesta dada en su momento, a fin de desvelar las razones del impacto emocional causado por aquella experiencia>>2.
Conviene relacionar esta ofensa concreta con otras sufridas en épocas más tempranas de nuestra infancia. Descubre las conexiones entre esa herida y otros viejos resentimientos más profundos que la nueva ofensa ha venido a reabrir. En realidad <<ha llovido sobre mojado>>, <<te hurgaron en una fibra ya muy resentida>>. Si no fuera por aquellas viejas heridas, quizás esta última no te habría causado tanto dolor. No le eches la culpa de todo a tu último ofensor, aunque sea el que tienes más vivo en tu recuerdo. Piensa que la culpa del dolor que has sentido la debes repartir con otros quizás ya demasiado alejados en tu memoria. Piensa que el dolor sufrido no sólo es proporcional a la magnitud del golpe, sino a la sensibilidad de la piel que lo recibió.
Segunda etapa
Ya has reconocido tu herida. Has calculado sus proporciones, has medido el peso de tus sentimientos negativos. Hay que dar ahora el segundo paso, que consiste en querer perdonar.
No nos situamos ya en la zona de los sentimientos, sino en la zona de nuestra voluntad. Hoy por hoy te sientes impotente para cambiar tus sentimientos negativos hacia la persona que te ofendió. Constatas tu imposibilidad para borrar de la memoria el recuerdo hostil; descorazonado por este fracaso, desistes en emprender la ruta hacia el perdón completo. Sé paciente. Avanza poco a poco.
El rencor es una vivencia total que afecta al hombre entero, que colorea su imaginación, su memoria, su afectividad, su sistema nervioso y hasta el funcionamiento de sus glándulas hormonales y las secreciones de su aparato digestivo.
El odio se lleva a veces escrito en el mismo rictus y en las arrugas de la cara; aumenta la acidez de las secreciones de nuestro estómago, enlutece las vivencias de nuestra afectividad. Es como una pequeña célula cancerosa que empieza a crecer rápidamente y va afectando a todo el organismo y el psiquismo. Ni una sola de nuestras vivencias, ni una sola de las células de nuestro cuerpo quedan libres de las toxinas con que este rencor va envenenando poco a poco la vida del hombre.
Pero frente a esta vivencia global del rencor podemos distinguir esferas de nuestro ser para irlas rescatando progresivamente del alcance mortal de estos sentimientos.
El primer núcleo que puede ser liberado es el de nuestra voluntad. El perdón afecta ante todo a la voluntad del hombre, que es su último reducto de libertad. El perdón no tiene que ver esencialmente ni con la memoria, ni con la sensibilidad, ni con los nervios, ni con los sentimientos. Es un asunto de libertad. Por eso, ¿quieres perdonar? Ya has perdonado.
En el momento en que una persona, libre y conscientemente, volcando en ello todo el peso de su voluntad, dice firmemente en su corazón: <<Padre, yo perdono al que me ha ofendido, lo mismo que tú me perdonas a mí todo lo que yo te he ofendido>>, en ese mismo momento se acaba de realizar el milagro. Ya has perdonado; aun cuando permanezca el sentimiento de rechazo, aun cuando perdure viva la memoria de la ofensa. Ya hay en tu voluntad un pequeño reducto reconquistado para el perdón. Una cabeza de puente desde la cual pueda el perdón ir invadiendo progresivamente todas las áreas de tu ser. Ese sentimiento de rencor que perdura en tu afectividad ha dejado ya de ser un pecado para convertirse en un sufrimiento que te configura a la pasión de Cristo. Ya puede comenzar en ti la curación progresiva. ¡Qué pequeño, qué débil se ve este pequeño reducto de libertad! Pero es un punto firme que ya está liberado para el evangelio. Has quitado el bloqueo que impedía que todo el poder de Dios se vuelque sobre ti para la curación total.
Tercera etapa
Ya has hecho lo que estaba de tu parte. El resto le corresponde hacerlo a Dios y a su poder de curación. <<De todas vuestras basuras os purificaré, y os daré un corazón nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne>> (Ez 36,26-26). Él nos purificará de nuestras basuras, que son nuestros sentimientos negativos, la insensibilidad y dureza del corazón, y va remodelando nuestra afectividad. Dios mete de nuevo sus manos en nuestro barro para remodelar un corazón tierno y humano, en el cual infunde su soplo, para darnos vida. <<Oh Dios, crea en mí un corazón puro>> (Sal 51,12). Todo es gracia en esta tarea de filigrana del Señor. A nosotros sólo se nos pide la voluntad de perdonar.
A veces llegan los accidentados a urgencias: una masa sanguinolenta, huesos quebrados, arterias seccionadas. ¡Qué arte el del cirujano que durante largas horas en su operación va ligando, injertando, limpiando trozos de vidrio y barro incrustados, a veces reimplantando un miembro o remodelándolo por completo! Al cabo de unos meses quita escayolas, vendajes, puntos, y vemos el resultado maravilloso de su cirugía. ¡Cuántas veces me encuentro en mi despacho hombres y mujeres psíquicamente destruidos, llenos de traumas y complejos! En ellos ha muerto la ternura, la capacidad de confianza en los demás, la luminosidad del niño, la alegría espontánea de vivir. El rencor se ha ido instalando en ellos y les ha convertido en seres huidizos, desconfiados y agresivos.
El origen de todo este proceso avanzado puede haber sido una traición, un abuso de confianza; alguien que se aprovechó de su fuerza física o moral, que humilló y manipuló. Luego, esta herida se ha ido infectando y gangrenando con los años.
Hay que hacer comprender a la persona que necesita curarse, que el rencor es la peor enfermedad, que se ha convertido en un verdugo de sí mismo.
Decía Lacordaire: <<¿Quieres ser feliz un instante? Véngate. ¿Quieres ser feliz toda la vida? Perdona>>. Los libros sapienciales han observado con un fino sentido psicológico la profunda interacción de alma y cuerpo, la dimensión que hoy día llamamos psicosomática. <<Signo de un corazón dichoso es un rostro alegre>> (Eclo 13,25).
A partir de los cuarenta años cada uno empieza a ser responsable de su rostro. En la juventud el rostro es feo o bonito, pero no tenemos ninguna parte en ellos. Pero a partir de una cierta edad uno lleva escrito en su rostro la propia historia; en él podemos leer serenidad, alegría, paz, fortaleza, o, por el contrario, podemos leer angustia, rebeldía, miedos, posesividad, desencanto. Porque <<el corazón del hombre modela su rostro para el bien como para el mal>> (Eclo 13,25).
Todos los sentimientos negativos tienen efectos destructivos sobre el organismo, y ninguno los tiene tan destructivos como el odio. Los médicos nos dicen que muchas de las enfermedades que ellos llaman psicosomáticas tienen su origen en nuestros sentimientos negativos: las tensiones nerviosas, la ansiedad, la cólera aumentan el riego sanguíneo de las paredes del estómago y dan lugar a úlceras. Los sentimientos negativos provocan subidas de la tensión arterial, taquicardias, crisis cardíacas, asmas crónicas, artrosis…
¡Cuántos de los dolores de cabeza tienen su origen en el rechazo o no aceptación de los demás o de nosotros mismos! San Juan Crisóstomo nos dice: <<Quien te ha hecho tanto daño con sus ofensas como el que te haces a ti mismo cuando admites dentro de ti la ira? A nosotros mismos nos hacemos daño cuando odiamos y a nosotros mismos nos hacemos un favor cuando amamos>>3.
Para borrar todos nuestros pecados Dios nos ha dado un camino breve y fácil, libre de toda molestia. Porque ¿qué molestia hay en perdonar al que nos injuria? La molestia está más bien en no perdonar, en permanecer en la enemistad. Al contrario; si deponemos la ira, nos viene una gran tranquilidad>>4. <<Los pecadores son enemigos de sí mismos>> (Tob 12,10).
Escribe Larrañaga: <<La ira, en definitiva, sólo nos perjudica a nosotros mismos. ¿Quién sufre más, el que odia o el que es odiado; el que envidia o el que es envidiado? Como un bumerán, lo que siento contra el hermano me destruye a mí mismo. ¡Cuánta energía inútilmente derramada!>>5. La otra persona ya ha muerto, o vive muy lejos. Ni siquiera sabe lo que siento por ella, o si lo sabe, no le preocupa lo más mínimo. Es sólo a mí a quien afecta el rencor.
La gran promesa mesiánica es que el Señor se apiadará de los corazones rotos. <<Un corazón quebrantado tú no lo desprecias>> (Sal 51,19). <<El Señor está cerca de los que tienen roto el corazón>> (Sal 34,19). <<Él sana los corazones destrozados y venda sus heridas>> (Sal 147,6). <<El Señor me ha ungido… para sanar a los de corazón roto>> (Is 61,1).
Más adelante hablaremos de este ministerio de sanación interior que se realiza dentro de la Iglesia. Para el hermano Roger, el signo de que hemos encontrado al resucitado es precisamente la capacidad de transformar todos nuestros sentimientos negativos en energía creadora, la transfiguración de nuestras heridas. <<Semejante transfiguración es el comienzo de la resurrección sobre la tierra. Una transformación que se produce dentro, es vivir la pascua con Jesús, es un continuo pasar de la muerte a la vida>>6.
Una planta que no se orienta hacia la luz se marchita. Un cristiano que se niega a mirar la luz e incluso quiere ver únicamente las sombras, se orienta hacia una muerte lenta; no puede crecer y edificarse en Cristo>>. <<Poco a poco Cristo transforma y transfigura en nosotros todas las fuerzas rebeldes y contradictorias, todos esos estados de semiinconsciencia que están ahí, en el fondo de nosotros mismos y sobre los cuales la voluntad no ejerce, a veces, ningún dominio. Nuestras profundidades turbias, inhabitadas, incrédulas, llegan entonces a transfigurarse>>. <<Gemir sobre la herida nos convertiría en un tormento, una fuerza agresiva contra nosotros mismos y contra los demás, en particular los más cercanos a nosotros. Transfiguradas por Cristo, la herida se convierte en una fuente de energía, un manantial creador del que brotará una fuerza de comunión, de amistad, de comprensión>>.
Cuarta etapa
La capacidad de perdonar y olvidar es un don de Dios que no podemos guardar escondido en el corazón. Hay que manifestarlo para que acabe de expandirse y arraigarse en el corazón. Debes ir a tu <<enemigo>> y comunicarle esta buena noticia, deseando que él también participe de tu alegría.
Cómo hacerlo será siempre algo difícil de discernir, especialmente en los casos en que el ofensor no esté arrepentido de la ofensa que nos ha hecho, o incluso ni siquiera esté dispuesto a admitir que su comportamiento haya sido injusto. En algunos casos podremos temer que, si acudimos a él para perdonarle, nos rechazará, dando lugar a que nuestra herida recién cerrada vuelva a reabrirse.
Ninguno de estos obstáculos debería frenarnos a la hora de expresar nuestro perdón. Si tenemos mucho miedo al encuentro cara a cara, podemos manifestar nuestro perdón por carta, procurando redactarla sin que haya en ella sombra alguna de reproche. De ningún modo podemos aprovechar nuestro perdón para reprochar, humillar o quedar por encima de nuestro ofensor.
Solamente en el caso de que uno temiere que, al expresar su perdón hacia otra persona, pueda causarle daño, dada su mala disposición, podría encontrar un motivo para no hacerlo. En este caso, y sólo en este caso, bastaría con expresar nuestro perdón de un modo implícito, sin expresarlo verbalmente. Bastaría un saludo, especialmente cariñoso, una felicitación por el cumpleaños, un favor, un gesto de amistad que demuestre implícitamente que no guardamos ningún rencor.

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